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miércoles, 24 de febrero de 2021

Horacio Quiroga


La guerra de los yacarés


En un río muy grande, en un país desierto donde nunca había estado el
hombre, vivían muchos yacarés. Eran más de cien o más de mil. Comían pescados,
bichos que iban a tomar agua al río, pero sobre todo pescados. Dormían la siesta en
la arena de la orilla, y a veces jugaban sobre el agua cuando había noches de luna.
Todos vivían muy tranquilos y contentos. Pero una tarde, mientras dormían
la siesta, un yacaré se despertó de golpe y levantó la cabeza porque creía haber
sentido ruido. Prestó oídos y lejos, muy lejos, oyó efectivamente un ruido sordo y
profundo. Entonces llamó al yacaré que dormía a su lado.
—¡Despiértate! —le dijo—. Hay peligro.
—¿Qué cosa? —respondió el otro, alarmado.
—No sé —contestó el yacaré que se había despertado primero—. Siento un
ruido desconocido.
El segundo yacaré oyó el ruido a su vez, y en un momento despertaron a los
otros. Todos se asustaron y corrían de un lado para otro con la cola levantada.
Y no era para menos su inquietud, porque el ruido crecía, crecía. Pronto
vieron como una nubecita de humo a lo lejos, y oyeron un ruido de chas-chas en el
río como si golpearan el agua muy lejos.
Los yacarés se miraban unos a otros: ¿qué podía ser aquello?
Pero un yacaré viejo y sabio, el más sabio y viejo de todos, un viejo yacaré a
quien no quedaban sino dos dientes sanos en los costados de la boca, y que había
hecho una vez un viaje hasta el mar, dijo de repente:
—¡Yo sé lo que es! ¡Es una ballena! ¡Son grandes y echan agua blanca por la
nariz! El agua cae para atrás.
Al oír esto, los yacarés chiquitos comenzaron a gritar como locos de miedo,
zambullendo la cabeza. Y gritaban:
—¡Es una ballena! ¡Ahí viene la ballena!

Pero el viejo yacaré sacudió de la cola al yacarecito que tenía más cerca.
—¡No tengan miedo! —les gritó—. ¡Yo sé lo que es la ballena! ¡Ella tiene
miedo de nosotros! ¡Siempre tiene miedo!
Con lo cual los yacarés chicos se tranquilizaron. Pero en seguida volvieron a
asustarse, porque el humo gris se cambió de repente en humo negro, y todos
sintieron bien fuerte ahora el chas-chas-chas en el agua. Los yacarés, espantados, se
hundieron en el río, dejando solamente fuera los ojos y la punta de la nariz. Y así
vieron pasar delante de ellos aquella cosa inmensa, llena de humo y golpeando el
agua, que era un vapor de ruedas que navegaba por primera vez por aquel río.
El vapor pasó, se alejó y desapareció. Los yacarés entonces fueron saliendo
del agua, muy enojados con el viejo yacaré, porque los había engañado, diciéndoles
que eso era una ballena.
—¡Eso no es una ballena! —le gritaron en las orejas, porque era un poco
sordo—. ¿Qué es eso que pasó?
El viejo yacaré les explicó entonces que era un vapor, lleno de fuego, y que
los yacarés se iban a morir todos si el buque seguía pasando.
Pero los yacarés se echaron a reír, porque creyeron que el viejo se había
vuelto loco. ¿Por qué se iban a morir ellos si el vapor seguía pasando? Estaba bien
loco, el pobre yacaré viejo!
Y como tenían hambre se pusieron a buscar pescados.
Pero no había ni un pescado. No encontraron un solo pescado. Todos se
habían ido, asustados por el ruido del vapor. No había más pescados.
—¿No les decía yo? —dijo entonces el viejo yacaré—. Ya no tenemos nada
que comer. Todos los pescados se han ido. Esperemos hasta mañana. Puede ser que
el vapor no vuelva más, y los pescados volverán cuando no tengan más miedo.
Pero al día siguiente sintieron de nuevo el ruido en el agua, y vieron pasar de
nuevo al vapor, haciendo mucho ruido y largando tanto humo que oscurecía el
cielo.
—Bueno —dijeron entonces los yacarés—; el buque pasó ayer, pasó hoy, y
pasará mañana. Ya no habrá más pescados ni bichos que vengan a tomar agua, y
nos moriremos de hambre. Hagamos entonces un dique.
—¡Sí, un dique! ¡Un dique! —gritaron todos, nadando a toda fuerza hacia la
orilla—. ¡Hagamos un dique!
En seguida se pusieron a hacer el dique. Fueron todos al bosque y echaron
abajo más de diez mil árboles, sobre todo lapachos y quebrachos, porque tienen la

madera muy dura... Los cortaron con la especie de serrucho que los yacarés tienen
encima de la cola; los empujaron hasta el agua, y los clavaron a todo lo ancho del
río, a un metro uno del otro. Ningún buque podía pasar por allí, ni grande ni chico.
Estaban seguros de que nadie vendría a espantar los pescados. Y como estaban muy
cansados, se acostaron a dormir en la playa.
Al otro día dormían todavía cuando oyeron el chas-chas-chas del vapor.
Todos oyeron, pero ninguno se levantó ni abrió los ojos siquiera. ¿Qué les
importaba el buque? Podía hacer todo el ruido que quisiera, por allí no iba a pasar.
En efecto: el vapor estaba muy lejos todavía cuando se detuvo. Los hombres
que iban adentro miraron con anteojos aquella cosa atravesada en el río y mandaron
un bote a ver qué era aquello que les impedía pasar. Entonces los yacarés se
levantaron y fueron al dique, y miraron por entre los palos, riéndose del chasco que
se había llevado el vapor.
El bote se acercó, vio el formidable dique que habían levantado los yacarés y
se volvió al vapor. Pero después volvió otra vez al dique, y los hombres del bote
gritaron:
—¡Eh, yacarés!
—¡Qué hay! —respondieron los yacarés, sacando la cabeza por entre los
troncos del dique.
—¡Nos esta estorbando eso! —continuaron los hombres.
—¡Ya lo sabemos!
—¡No podemos pasar!
—¡Es lo que queremos!
—¡Saquen el dique!
—¡No lo sacamos!
Los hombres del bote hablaron un rato en voz baja entre ellos y gritaron
después:
—¡Yacarés!
—¿Qué hay?—contestaron ellos.
—¿No lo sacan?
—¡No!
—¡Hasta mañana, entonces!
—¡Hasta cuando quieran!

Y el bote volvió al vapor, mientras los yacarés, locos de contentos, daban
tremendos colazos en el agua. Ningún vapor iba a pasar por allí y siempre, siempre,
habría pescados.
Pero al día siguiente volvió el vapor, y cuando los yacarés miraron el buque,
quedaron mudos de asombro: ya no era el mismo buque. Era otro, un buque de
color ratón, mucho más grande que el otro. ¿Qué nuevo vapor era ése? ¿Ese
también quería pasar? No iba a pasar, no. ¡Ni ése, ni otro, ni ningún otro!
—¡No, no va a pasar! —gritaron los yacarés, lanzándose al dique, cada cual a
su puesto entre los troncos.
El nuevo buque, como el otro, se detuvo lejos, y también como el otro bajó
un bote que se acercó al dique.
Dentro venían un oficial y ocho marineros. El oficial gritó:
—¡Eh, yacarés!
—¡Qué hay! —respondieron éstos.
—¿No sacan el dique?
—No.
—¿No?
—¡No!
—Está bien —dijo el oficial—. Entonces lo vamos a echar a pique a
cañonazos.
—¡Echen! —contestaron los yacarés.
Y el bote regresó al buque.
Ahora bien, ese buque de color ratón era un buque de guerra, un acorazado,
con terribles cañones. El viejo yacaré sabio, que había ido una vez hasta el mar, se
acordó de repente y apenas tuvo tiempo de gritar a los otros yacarés:
—¡Escóndanse bajo el agua! ¡Ligero! ¡Es un buque de guerra! ¡Cuidado!
¡Escóndanse!
Los yacarés desaparecieron en un instante bajo el agua y nadaron hacia la
orilla, donde quedaron hundidos, con la nariz y los ojos únicamente fuera del agua.
En ese mismo momento, del buque salió una gran nube blanca de humo, sonó un
terrible estampido, y una enorme bala de cañón cayó en pleno dique, justo en el
medio. Dos o tres troncos volaron hechos pedazos, y en seguida cayó otra bala, y
otra y otra más, y cada una hacía saltar por el aire en astillas un pedazo de dique,
hasta que no quedó nada del dique. Ni un tronco, ni una astilla, ni una cáscara.

Todo había sido deshecho a cañonazos por el acorazado. Y los yacarés, hundidos
en el agua, con los ojos y la nariz solamente afuera, vieron pasar el buque de
guerra, silbando a toda fuerza.
Entonces los yacarés salieron del agua y dijeron:
—Hagamos otro dique mucho más grande que el otro.
Y en esa misma tarde y esa noche misma hicieron otro dique, con troncos
inmensos. Después se acostaron a dormir, cansadísimos, y estaban durmiendo
todavía al día siguiente cuando el buque de guerra llegó otra vez, y el bote se
acercó al dique.
—¡Eh, yacarés! —gritó el oficial.
—¡Qué hay! —respondieron los yacarés.
—¡Saquen ese otro dique!
—¡No lo sacamos!
—¡Lo vamos a deshacer a cañonazos como al otro!
—¡Deshagan... si pueden!
—¡Y hablaban así con orgullo porque estaban seguros de que su nuevo dique
no podría ser deshecho ni por todos los cañones del mundo.
Pero un rato después el buque volvió a llenarse de humo, y con un horrible
estampido la bala reventó en el medio del dique, porque esta vez habían tirado con
granada. La granada reventó contra los troncos, hizo saltar, despedazó, redujo a
astillas las enormes vigas. La segunda reventó al lado de la primera y otro pedazo
de dique voló por el aire. Y así fueron deshaciendo el dique. Y no quedó nada del
dique; nada, nada. El buque de guerra pasó entonces delante de los yacarés, y los
hombres les hacían burlas tapándose la boca.
—Bueno —dijeron entonces los yacarés, saliendo del agua—. Vamos a morir
todos, porque el buque va a pasar siempre y los pescados no volverán.
Y estaban tristes, porque los yacarés chiquitos se quejaban de hambre.
El viejo yacaré dijo entonces:
—Todavía tenemos una esperanza de salvarnos. Vamos a ver al Surubí. Yo
hice el viaje con él cuando fui hasta el mar, y tiene un torpedo. Él vio un combate
entre dos buques de guerra, y trajo hasta aquí un torpedo que no reventó. Vamos a
pedírselo, y aunque está muy enojado con nosotros los yacarés, tiene buen corazón
y no querrá que muramos todos.

El hecho es que antes, muchos años antes, los yacarés se habían comido a un
sobrinito del Surubí, y éste no había querido tener más relaciones con los yacarés.
Pero a pesar de todo fueron corriendo a ver al Surubí, que vivía en una gruta
grandísima en la orilla del río Paraná, y que dormía siempre al lado de su torpedo.
Hay surubíes que tienen hasta dos metros de largo y el dueño del torpedo era uno
de éstos.
—¡Eh, Surubí! —gritaron todos los yacarés desde la entrada de la gruta, sin
atreverse a entrar por aquel asunto del sobrinito.
—¿Quién me llama? —contestó el Surubí.
—¡Somos nosotros, los yacarés!
—¡No tengo ni quiero tener relación con ustedes —respondió el Surubí, de
mal humor.
Entonces el viejo yacaré se adelantó un poco en la gruta y dijo:
—¡Soy yo, Surubí! ¡Soy tu amigo el yacaré que hizo contigo el viaje hasta el
mar!
Al oír esa voz conocida, el Surubí salió de la gruta.
—¡Ah, no te había conocido! —le dijo cariñosamente a su viejo amigo—.
¿Qué quieres?
—Venimos a pedirte el torpedo. Hay un buque de guerra que pasa por
nuestro río y espanta a los pescados. Es un buque de guerra, un acorazado. Hicimos
un dique, y lo echó a pique. Hicimos otro y lo echó también a pique. Los pescados
se han ido, y nos moriremos de hambre. Danos el torpedo, y lo echaremos a pique a
él.
El Surubí, al oír esto, pensó un largo rato, y después dijo:
—Está bien; les prestaré el torpedo, aunque me acuerdo siempre de lo que
hicieron con el hijo de mi hermano. ¿Quién sabe hacer reventar el torpedo?
Ninguno sabía, y todos callaron.
—Está bien —dijo el Surubí, con orgullo—, yo lo haré reventar. Yo sé hacer
eso.
Organizaron entonces el viaje. Los yacarés se ataron todos unos con otros; de
la cola de uno al cuello del otro; de la cola de éste al cuello de aquél, formando así
una larga cadena de yacarés que tenía más de una cuadra. El inmenso Surubí
empujó al torpedo hacia la corriente y se colocó bajo él, sosteniéndolo sobre el
lomo para que flotara. Y como las lianas con que estaban atados los yacarés uno
detrás de otro se habían concluido, el Surubí se prendió con los dientes de la cola

del último yacaré, y así emprendieron la marcha. El Surubí sostenía el torpedo, y
los yacarés tiraban corriendo por la costa. Subían, bajaban, saltaban por sobre las
piedras, corriendo siempre y arrastrando al torpedo, que levantaba olas como un
buque por la velocidad de la corrida. Pero a la mañana siguiente, bien temprano,
llegaban al lugar donde habían construido su último dique, y comenzaron en
seguida otro, pero mucho más fuerte que los anteriores, porque por consejo del
Surubí colocaron los troncos bien juntos, uno al lado del otro. Era un dique
realmente formidable.
Hacía apenas una hora que acababan de colocar el último tronco del dique,
cuando el buque de guerra apareció otra vez, y el bote con el oficial y ocho
marineros se acercó de nuevo al dique. Los yacarés se treparon entonces por los
troncos y asomaron la cabeza del otro lado.
—¡Eh, yacarés!—gritó el oficial.
—¡Qué hay! —respondieron los yacarés.
—¿Otra vez el dique?
—¡Sí, otra vez!
—¡Saquen ese dique!
—¡Nunca!
—¿No lo sacan?
—¡No!
—¡Bueno, entonces, oigan —dijo el oficial—: Vamos a deshacer este dique,
y para que no quieran hacer otro los vamos a deshacer después a ustedes, a
cañonazos. No va a quedar ni uno solo vivo —ni grandes, ni chicos, ni gordos, ni
flacos ni jóvenes, ni viejos, como ese viejísimo yacaré que veo allí, y que no tiene
sino dos dientes en los costados de la boca.
El viejo y sabio yacaré, al ver que el oficial hablaba de él y se burlaba, le
dijo:
—Es cierto que no me quedan sino pocos dientes, y algunos rotos. ¿Pero
usted sabe qué van a comer mañana estos dientes? —añadió, abriendo su inmensa
boca.
—¿Qué van a comer, a ver? —respondieron los marineros.
—A ese oficialito —dijo el yacaré y se bajó rápidamente de su tronco.
Entretanto, el Surubí había colocado su torpedo bien en medio del dique,
ordenando a cuatro yacarés que lo agarraran con cuidado y lo hundieran en el agua

hasta que él les avisara. Así lo hicieron. En seguida, los demás yacarés se
hundieron a su vez cerca de la orilla, dejando únicamente la nariz y los ojos fuera
del agua. El Surubí se hundió al lado de su torpedo.
De repente el buque de guerra se llenó de humo y lanzó el primer cañonazo
contra el dique. La granada reventó justo en el centro del dique, e hizo volar en mil
pedazos diez o doce troncos.
Pero el Surubí estaba alerta y apenas quedó abierto el agujero en el dique,
gritó a los yacarés que estaban bajo el agua sujetando el torpedo:
—¡Suelten el torpedo, ligero, suelten!
Los yacarés soltaron, y el torpedo vino a flor de agua.
En menos del tiempo que se necesita para contarlo, el Surubí colocó el
torpedo bien en el centro del boquete abierto, apuntando con un solo ojo, y
poniendo en movimiento el mecanismo del torpedo, lo lanzó contra el buque.
¡Ya era tiempo! En ese instante el acorazado lanzaba su segundo cañonazo y
la granada iba a reventar entre los palos, haciendo saltar en astillas otro pedazo del
dique.
Pero el torpedo llegaba ya al buque, y los hombre que estaban en él lo vieron:
es decir, vieron el remolino que hace en el agua un torpedo. Dieron todos un gran
grito de miedo y quisieron mover el acorazado para que el torpedo no lo tocara.
Pero era tarde; el torpedo llegó, chocó con el inmenso buque bien en el
centro, y reventó.
No es posible darse cuenta del terrible ruido con que reventó el torpedo.
Reventó, y partió el buque en quince mil pedazos; lanzó por el aire, a cuadras y
cuadras de distancia, chimeneas, máquinas, cañones, lanchas, todo.
Los yacarés dieron un grito de triunfo y corrieron como locos al dique. Desde
allí vieron pasar por el agujero abierto por la granada a los hombres muertos,
heridos y algunos vivos que la corriente del río arrastraba.
Se treparon amontonados en los dos troncos que quedaban a ambos lados del
boquete y cuando los hombres pasaban por allí, se burlaban tapándose la boca con
las patas.
No quisieron comer a ningún hombre, aunque bien lo merecían. Sólo cuando
pasó uno que tenía galones de oro en el traje y que estaba vivo, el viejo yacaré se
lanzó de un salto al agua, y ¡tac! en dos golpes de boca se lo comió.
—¿Quién es ése?—preguntó un yacarecito ignorante.

—Es el oficial —le respondió el Surubí—. Mi viejo amigo le había
prometido que lo iba a comer, y se lo ha comido.
Los yacarés sacaron el resto del dique, que para nada servía ya, puesto que
ningún buque volvería a pasar por allí. El Surubí, que se había enamorado del
cinturón y los cordones del oficial, pidió que se los regalaran, y tuvo que sacárselos
de entre los dientes al viejo yacaré, pues habían quedado enredados allí. El Surubí
se puso el cinturón, abrochándolo por bajo las aletas, y del extremo de sus grandes
bigotes prendió los cordones de la espada. Como la piel del Surubí es muy bonita, y
las manchas oscuras que tiene se parecen a las de una víbora, el Surubí nadó una
hora pasando y repasando ante los yacarés, que lo admiraban con la boca abierta.
Los yacarés lo acompañaron luego hasta su gruta, y le dieron las gracias
infinidad de veces. Volvieron después a su paraje. Los pescados volvieron también,
los yacarés vivieron y viven todavía muy felices, porque se han acostumbrado al fin
a ver pasar vapores y buques que llevan naranjas.
Pero no quieren saber nada de buques de guerra.

(del libro: Cuentos de la selva)

Fue un cuentista, dramaturgo y poeta uruguayo..

Salto (uruguay), 1878 - Buenos Aires, 1937